A 40 años del primer paciente con sida

El 5 de junio de 1981, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC) alertaba en su boletín semanal de cinco casos de una ‘relativamente’ rara neumonía (Pneumocystis carinii) en hombres sanos.

Javier Erazo

    A 40 años del primer paciente con sida

    El 5 de junio de 1981, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC) alertaba en su boletín semanal de cinco casos de una ‘relativamente’ rara neumonía (Pneumocystis carinii) en hombres sanos, y homosexualmente activos, que habían sido tratados en Los Ángeles.

    Durante los meses siguientes aparecieron diversos casos de sarcoma de Kaposi (SK) e infecciones oportunistas en hombres sanos que practicaban sexo con otros hombres en California y Nueva York. Esta patología, sin aparente enfermedad inmunosupresora previa, y de evolución rápida y fatal, empezó a inquietar a la comunidad científica.

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    Paralelamente, los medios de comunicación hablaban ya por aquel entonces de un ‘cáncer gay’, aunque pronto esta rara afección se empezó a diagnosticar también en consumidores de drogas, inmigrantes haitianos y pacientes hemofílicos. Todo ello no era sino el origen de una pandemia que, cuarenta años después, ha acabado con la vida de 34 millones de personas: el SIDA.

    “La primera vez que escuché la palabra SIDA estaba en la carrera, pero todavía pillaba muy de lejos de lo que sería esta pandemia y, desde luego, no lo veía como mi futuro profesional”, explica a Gaceta Médica Santiago Moreno, jefe de Servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital Ramón y Cajal, en Madrid.

    En España, el punto de partida se sitúa en octubre de 1981. En concreto, en el Hospital Vall d’Hebron de Barcelona con la muerte de un joven que fue diagnosticado de SK y de una infección intracerebral. El paciente de 35 años acudió al hospital con una historia muy corta de dolor de cabeza persistente, lesiones de color púrpura en la piel y adenopatías.

     “Era totalmente insospechado que ese paciente tuviera una toxoplasmosis. Al comprobar que padecía el SK con una infección oportunista, concluimos que se trataba de un cuadro completo de ‘homosexual-SK-infección oportunista’ del que ya se había alertado a la población científica en el último año”, resalta Carmen Navarro, por aquel entonces jefa de sección de Neuropatología del Vall d’ Hebron y la especialista que se encargó de analizar la lesión cerebral.

    Navarro, junto con el equipo del doctor Jaume Vilaseca, publicaron en The Lancet la descripción del primer caso de SIDA en España, pero también la primera vez que se asociaba la infección intracerebral por toxoplasma gondii en este síndrome.

    Pocos meses después, en 1982, se acuñó el acrónimo inglés AIDS, que en español enseguida se llamó SIDA: Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida. En el verano de ese mismo año ya se dispuso de evidencias científicas claras de que la trasmisión, de lo que se creía que era un agente infeccioso aún sin identificar, se producía a través de la sangre y del intercambio de fluidos sexuales.

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    La ‘radiografía’ inicial en España

    “Recuerdo muy bien esos pacientes que empezaron a verse entre 1983 y 1984. Luego todo pasó muy rápido; en 1986 la epidemia ya estalló en toda España”, cuenta José Alcamí, director de la Unidad de Inmunopatología del SIDA en el Centro Nacional de Microbiología del Instituto de Salud Carlos III, quien rememora su experiencia como residente en el Hospital Universitario 12 de Octubre de Madrid.

    Mientras, los avances continuaban. Al otro lado de los Pirineos, en 1983 el equipo del Instituto Pasteur de París anunciaba el descubrimiento del virus lymphadenopathy-associated (posteriormente llamado VIH) como el causante de esta enfermedad. Por aquel entonces, “el número de pacientes que ingresaban por SIDA empezó a superar la capacidad de los servicios de enfermedades infecciosas”, resalta Moreno.

    El director del Instituto de Investigación del Sida IrsiCaixa, Bonaventura Clotet, coincidió con el primer caso de SIDA descrito en España durante su residencia en el Vall d’Hebron.  “Lo primero que recuerdo son las caras de desconcierto y de temor porque, en ese momento, el SIDA era una condena a muerte segura al cabo de un año. Los pacientes sufrían muchísimas complicaciones porque desarrollaban infección por citomegalovirus, ceguera, rinovirus, afectación intestinal, infecciones bacterianas… Su sistema inmunitario estaba destruido”, resalta Clotet.

    El fundador de la Sociedad Española de Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica (SEIMC) Emilio Bouza, señala que los pacientes con SIDA que veían en España no correspondían ‘oficialmente’ al SIDA norteamericano. “Era un SIDA con enfermedades asociadas bastante distintas a las que veíamos en la literatura norteamericana. Las primeras descripciones españolas sorprendieron por la importancia de la tuberculosis asociada, como luego se constató también en África. Pero fuimos de los primeros países desarrollados que tenía una alta endemia de tuberculosis”, subraya el ex jefe de Servicio de Microbiología Clínica y Enfermedades Infecciosas del Hospital General Universitario Gregorio Marañón.

    A diferencia de lo que ocurría en otros países, en los que el principal foco de transmisión del virus era a través de prácticas sexuales sin protección, el intercambio de jeringuillas entre drogodependientes fue el mayor y más grave problema en España.


    “El SIDA en EE.UU. lo padecían casi siempre homosexuales, a menudo de clase social media-alta, que participan muy activamente en el control de su enfermedad. En España, los pacientes fueron en su mayoría adictos a drogas por vía parenteral y con un bajo nivel de implicación en el control y prevención de su enfermedad”, añade Bouza. Este era el caso del Hospital 12 de Octubre de Madrid, que cubría una zona social y económicamente muy deprimida en la década de los 80. “La epidemia fue devastadora entre los jóvenes adictos. El 40-50 por ciento de las camas de nuestro servicio tenían pacientes drogadictos”, recuerda Alcamí. Esta situación también se daba en Barcelona. “Hubo muchos problemas con los pacientes ingresados, sobre todo con los toxicómanos, porque existía casi un comercio de droga dentro de los hospitales”, constata Bonaventura.
    añade Bouza.

    Este era el caso del Hospital 12 de Octubre de Madrid, que cubría una zona social y económicamente muy deprimida en la década de los 80. “La epidemia fue devastadora entre los jóvenes adictos. El 40-50 por ciento de las camas de nuestro servicio tenían pacientes drogadictos”, recuerda Alcamí.

    Esta situación también se daba en Barcelona. “Hubo muchos problemas con los pacientes ingresados, sobre todo con los toxicómanos, porque existía casi un comercio de droga dentro de los hospitales”, constata Bonaventura.

    El abordaje de los primeros pacientes

    En 1985, se celebró la primera Conferencia Internacional de SIDA en Atlanta (EE.UU.). Al igual que ha ocurrido con la pandemia de COVID-19, cada día se generaba información nueva y los especialistas aplicaban en práctica clínica aquello que habían aprendido el día anterior.

    Sin embargo, el desconocimiento todavía presente estigmatizó a estos pacientes y se les catalogaba en esos primeros años de la epidemia como ‘altamente contagiosos‘. “Además del miedo que veías en los pacientes y en el propio entorno hospitalario, a esos pacientes con VIH se les trataba como “peligrosos”, y se les ponía una pegatina roja en su historia clínica, e incluso en la cama”, señala Alcamí.

    “Si teníamos que pedir una endoscopia digestiva ante una sospecha de candidiasis esofágica, ello suponía una dificultad tremenda por el temor de contaminar los endoscopios. Lo mismo pasaba con las cirugías. Los cirujanos tenían miedo de operar a pacientes con SIDA por si acaso se contagiaban”, recuerda Moreno.

    “Las muestras para el laboratorio tenían que llevar un punto rojo en la hoja de petición porque se debían tomar medidas de precaución excepcionales. Los protocolos de seguridad en el laboratorio cambiaron radicalmente”, expone Navarro.

    Asimismo, hasta 1985, muchos pacientes en España con hemofilia fueron contagiados “en masa” por el VIH debido a la contaminación en los hemoderivados que recibían. “Ante de que se pudiera hacer el screening de la sangre, muchos tratamientos con concentrado de factor estaban contaminados con el VIH”, añade Moreno. Se calcula que 1.800 personas fueron infectadas por VIH y por virus de la Hepatitis C (VHC) por esta causa.

    “Buena parte de estos pacientes tenían enfermedades concomitantes como el VHC u otras sanguíneas. Llegó un momento que en el hospital se instaló la ‘cultura’ de tratar a todos los pacientes como si fueran pacientes VIH. Una de las primeras recomendaciones al llegar al Servicio era la de llevar un contenedor de agujas a la habitación ante cualquier práctica invasiva con estos pacientes”, cuenta María Dolores Pastor, enfermera en el Servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital Ramón y Cajal.

    La llegada del AZT

    Hasta la llegada de los antirretrovirales (TAR) para el tratamiento directo de la infección, los especialistas se concentraban en abordar las enfermedades asociadas que desarrollaban los pacientes.

    “Al principio no podíamos hacer nada; era muy desesperante. Muchos tenían tuberculosis y se trataban las infecciones pulmonares como podíamos. Vimos también neumonías por pneumocystis que se trataban con Septrin… pero con un sistema inmunológico destruido nada hacía efecto”, subraya Alcamí.

    Pasados unos años de la irrupción de la pandemia, en 1987 la FDA aprobó el primer medicamento TAR frente al VIH: la Zidovudina, más conocido como AZT. Lo que parecía una primera solución… Con ciertos ‘peros’.

    “Las dosis altísimas que se administraron al principio generaban mucha toxicidad. Este fármaco se aprobó para pacientes que ya habían desarrollado SIDA, con lo cual eran personas muy graves que fallecían al poco tiempo. Se generó la sensación de que los pacientes morían por el AZT y no por la enfermedad, y teníamos que estar desmintiendo esta creencia continuamente”, puntualiza Moreno.

    “Vimos enseguida que eran fármacos que mejoraban durante seis meses a los pacientes pero que con el paso del tiempo perdían eficacia. De 1986 a 1996 fueron años muy duros en los que podíamos hacer muy poco por estos pacientes”, recuerda Alcamí.


    Fuente: gacetamedica.com